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Jue, May

Drogas, apestosos imbéciles y nuevos románticos: la vida de Iggy Pop, poeta de la experiencia Jesús Lillo Comentar

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El septuagenario músico de Detroit construye y proyecta su autobiografía a partir de las letras de sus canciones

La letra de «I Wanna Be Your Dog» es lo suficientemente explícita y primaria como para no tener que aclarar su contenido, pero Iggy Pop se tomó la molestia de subrayar que aquella singular declaración de amor y deseo, escrita en 1969, era la expresión de un apetito puramente carnal, ajeno a cualquier desarrollo o postizo intelectual. «Quería a una chica para ser su perro, no para hablar de literatura», explicó en el programa de Howard Stern. No había entonces cerveza, piruletas o prêt-à-porter para perros, ni el animalismo había degenerado en un animismo aberrante. Iggy Pop era un desalmado que vindicaba el primitivismo del rock a partir de composiciones hechas de monosílabos y violencia instrumental. Cuatro décadas después de aquel ladrido, el mismo compositor se declaraba «King Of The Dogs» –«puedo oler lo que tú no puedes», canta– en una elaborada pieza en la que se aprecian las marcas de su tránsito hacia el terreno de aquella misma literatura que despreció para perrear en una era que desconocía el reguetón.

James Osterberg, Iggy Pop para el siglo, firma en «’Til Wrong Feels Right» (Cúpula) una autobiografía que no es sino una secuencia de canciones, seleccionadas por su autor para transmitir al lector sus mudanzas vitales, de yonki postadolescente a profeta de su propio final, que es a lo que se dedica ahora. Que el rock sea, como dicen, un lenguaje universal priva al lector de una versión bilingüe de las letras escritas por el autor de «Kill City», algo que no se entiende, valga la redundancia.

A las canciones compuestas a lo largo del último medio siglo y a modo de croquis, Iggy Pop añade breves introducciones para cada década, ya sea con la intención de autodefinirse –«Drogas, drogas, drogas», escribe como prólogo de su primera etapa–, denunciar el cancaneo que afeminó el rock en los ochenta –«apestosos imbéciles de estúpida corbata estrecha maullando amores falsos con peinados de nuevos románticos»– o redimirse –«El Señor hizo rodar la piedra y salí de mi cueva a la luz del amor y la aceptación», confiesa en la entradilla del siglo XX–.

Desde el ángel exterminador que en 1970 protagonizaba «Search And Destroy» al septuagenario que en 2016 se confiesa en «American Valhalla» –«¿Dónde está el Valhalla americano?/ La muerte es una píldora difícil de tragar/ ¿Hay alguien ahí?/ ¿A quién tengo que matar?»–, Iggy Pop deja que repose su genio y que fermente en una bebida espirituosa y espiritual. A finales de mes y a punto de cumplir 73 años vuelve a salir de gira, de nuevo a pecho descubierto y como intérprete de sus grandes éxitos y provocaciones. No para. El autor de «No Fun» aún está para esos trotes, pero su obra lírica va desde hace tiempo por otros derroteros, y también sus afinidades musicales.

En los últimos años ha grabado con Underworld, New Order Oneohtrix Point Never, deriva electrónica que en 2014 tocó techo con su trabajo para Radio Bremen, donde colaboró con Tarwater y Carsten Nicolai en una relectura de la obra poética de Walt Whitman. No es el autor de «Hojas de hierba» el único que aparece entre las líneas de esta autobiografía o en los títulos de crédito de la magna producción de Osterberg, cuyo último álbum, «Free», incluye una adaptación de «Do Not Go Gentle Into That Good Night», poema en el que Dylan Thomas reflexiona sobre la muerte. Allen Ginsberg, al que recuerda en «Gardenia»; Michel Houellebecq, inspirador de su álbum «Préliminaires», o William S. Burroughs, uno de cuyos personajes reaparece en «Lust For Life», son algunos de los autores que figuran en la bibliografía del fundador de los Stooges.

Más que una antología, que también, «’Til Wrong Feels Right» es un libro de carretera y manta que empieza en aquel Detroit en el que la Motown caramelizaba el pop de los negros, atraviesa el Berlín de Bowie, pasa por la Nueva York del Studio 54 y continúa por Florida, retiro provisional de quien en 1969 neutralizó con su mala baba la absorción del ácido que desencadenaba el duermevela psicodélico.

Si a Bob Dylan le dieron un premio Nobel para adornar los lineales del supermercado cultural de la Academia Sueca, Iggy Pop levanta la voz y pide la vez con un libro que refleja el carácter confesional de su obra, producto de consumo global cuyos elementos tóxicos nunca le impidieron servir de acompañamiento al sueño americano y cuyo larguísimo metraje, cinco décadas, permite seguir al detalle los tumbos de una vida que en sí misma es una canción sin estribillo.